El motor de asistencia

22.06.2025

Hay motores que nacen para correr. Otros, para brillar en exposiciones o rugir en circuitos. Pero el pequeño motor de 903 centímetros cúbicos del SEAT 127 Comercial no nació para lucirse. Nació para algo más noble: ayudar.

Durante años, esta humilde mecánica fue el corazón palpitante de centenares de unidades que patrullaban incansables las carreteras españolas. Desde las recién inauguradas autopistas del Estado hasta las comarcales más olvidadas, ahí estaban, cumpliendo su cometido. No eran coches rápidos. Ni siquiera llamativos. Pero cuando uno los veía llegar, sabía que la solución venía en camino.

Apenas 45 caballos de potencia, pero cargados de intención. Suficientes para mover con solvencia un vehículo lleno de herramientas, cables, ruedas, garrafas, y sobre todo, humanidad. Porque en el asiento del conductor no solo iba un mecánico: iba un profesional curtido, con manos sucias, con los esquemas del coche en la cabeza, que conocía cada tic del motor, cada síntoma de avería y cada truco para arrancar un coche muerto de camino a la costa.

La escena era de película: un 127 blanco con vinilos azules y el rótulo de SEAT Servicio coronando el techo. anunciaba su llegada mientras se aproximaba por el arcén con elegancia. El coche se detenía con precisión, como si lo hiciera todos los días. Y lo hacía. El mecánico descendía, abría el portón trasero —que olía a goma, gasoil y metal—, y sin perder tiempo, sacaba lo necesario: una llave fija, una correa de repuesto, una bujía que ya sabía que fallaría.

Mientras tanto, el motor no se apagaba. Seguía ronroneando con fidelidad, alimentando la batería, dando corriente a las luces, manteniendo el pulso firme. Porque ese pequeño bloque de hierro no solo impulsaba el coche: impulsaba la esperanza.

Había algo heroico, casi romántico, en ese ritual mecánico en mitad de una nacional solitaria, entre el olor del asfalto caliente y el zumbido de los insectos. El SEAT 127 no era un coche más. Era una promesa cumplida en medio de la carretera. Era el alivio de una familia con niños en el asiento trasero, la tranquilidad del conductor inexperto, el agradecimiento de quien volvía a moverse.

Y cuando el trabajo terminaba —una batería cambiada, una avería sorteada, un empujón en bajada— el mecánico regresaba a su puesto, se secaba la frente, cerraba la puerta con ese "clac" metálico tan de los 70, y el coche arrancaba de nuevo. 

Sin gestos grandilocuentes. 

Sin despedidas heroicas. 

El 127 desaparecía por el retrovisor, llevándose consigo el murmullo sereno de su motor, que nunca pidió aplausos, solo otro tramo de carretera por recorrer.

Hoy, cuando lo conduzco restaurado, siento que cada giro del cigüeñal revive esa historia. Que no estoy simplemente al volante de un clásico, sino al timón de un recuerdo colectivo. Porque aquel motor, que fue herramienta y corazón, aún tiene mucho que contar.

Rubén Sánchez

Director Seat en rodaje